
En nuestro interior guardamos un ideal
de belleza y nuestro propio estado de ánimo. Armas de dos filos con
las que para bien o para mal cargamos nuestra retina y, es qué por
desgracia, no pocas veces nuestra mirada se transforma en una flecha
envenenada que lanzamos sin piedad sobre nuestra imagen.
Cada cultura, tiene un ideal de belleza adaptado a los propios rasgos que definen cada tipología humana y, a las características que la hacen más apta para la supervivencia dentro del entorno. A lo largo de la historia el ser humano
se ha empeñado en ponerle uniforme a la belleza y cada época
cambia de escuela. Algunas veces roza lo absurdo.
La mujer cretense (3000-1400 a. C.)
utilizaban un corsé confeccionado con placas metálicas. En el
Renacimiento hombres y mujeres resaltaban las facultades
reproductoras como símbolo de vitalidad; Guardainfantes, tontillos,
jubones acolchados, calzones con rellenos, gorgueras y el asfixiante
tassel, modificaban las siluetas del XVI, dando paso a la crinolina
o el polisón del XIX y de nuevo al corsé en la primera década del
XX, corsé que deforma la figura hasta convertirla en un reloj de
arena llevando la estrechez de la cintura al límite para resaltar al
máximo las caderas y el pecho; Para tan solo una década después,
los años 20, decidir que el ideal de belleza en no tener curvas,
cediendo el terreno a una figura de mujer andrógina. Y así, suma y
sigue.
Ante tanta subjetividad con respecto a
este tema, lo mejor es sentirnos bien con nosotros mismos, aceptarnos
tal y como somos. Este es el primer término de la ecuación que nos
hace bellos. Un mirada iluminada por la chispa de la alegría, puede
resaltar nuestros ojos como el mejor de los maquillajes. Una armonía
interior que da vida a nuestro exterior. La dulzura o brusquedad de
un gesto, la forma de movernos, de sonreír, marcan nuestros rasgos
externos, hacen que los demás se sientan cómodos a nuestro lado y
nos perciban en positivo.
Debemos querernos, mimar nuestro cuerpo
por dentro y por fuera. Mirarnos en el espejo sin pretender
encorsetarnos en un ideal estético o transformarnos en un clon de
cualquier personaje portador de los “esquemas de lo bello” en
nuestras coordenadas espacio tiempo, exponiendo incluso a veces
nuestra salud para conseguirlo. Por el contrario debemos buscar y
potenciar los rasgos que nos diferencian del resto, los que nos hacen
únicos y especiales, poner la moda a nuestro servicio no ser
esclavos de ella. Una moda que se embellece cuando baja de la
pasarela y se vuelve real sobre nuestros cuerpos.
Autor Matilde Párraga, Todos los derechos reservados.
Fragmento del ensayo "La Moda como comunicación no verbal" contenido en el libro, "Los 360 grados de la comunicación" Editorial Rasche.
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