NATALI EN LA CIUDAD DE LOS MONOS





No conoce la ciudad pero no le es extraña. Natali ama las ciudades, como ama mojarse bajo la lluvia, como ama los tímidos rayos que le plantan cara al frío invierno y le regalan calor cuando se para bajo su abrigo, como ama la luz de la Luna, como ama la vida.

Es un día especialmente bonito, bullicioso y la ciudad se ha perfumado con las flores que la primavera le regala todos los años. La brisa corre fresca, los niños corretean y ella lleva una canción en los labios, una melodía pegadiza que no consigue borrar de la mente.

Camina confiada entre sus calles, con las manos en los bolsillos. La luz es limpia, una de esas que no emborrona ni el humo de los coches. A ratos, siente que el corazón se le inflama en el pecho y reprime el impulso de salir corriendo presa de alegría, de esa que hace que los pequeños se suelten de las manos de sus padres y casi ni reaccionen ante su llamada inquieta cuando se alejan, cuándo se acercan a un cruce. Los niños ignoran los peligros y esos monos, pequeños, revoltosos parece que también.

Están por todas partes; saltan alegres entre las ramas de los arbustos, de los brotes frescos de los árboles. Lanzan agudos gritos que se entremezclan con el alegre trinar de los pájaros, forman parte de la ciudad, allí todo el mundo parece conocerlos.

No tiene muy claro donde esta, ni siquiera hacia donde va. Disfruta de cada trozo de acera bajo sus pies, mientras recrea la mirada en sus rincones. La canción... No puede dejar de tararearla. Una y otra vez enlaza sus estrofas. Los monos se acercan, sus diminutos ojillos, su pequeña carilla... le miran, les mira. Pasan entre la gente confiados y ella, pasa entre ellos confiada.

Uno se posa sobre su hombro, casi no pesa, es tan ágil tan rápido... enreda sus manitas en su pelo .. Abre la boca e inca los dientes en la cabeza de Natali; como si de un bisturí se tratase con un certero mordisco abre su cráneo, la brisa se torna gélida al contacto con el cálido líquido que moja sus hombros , su espalda; le empapa a él, le empapa a ella. Se queda paralizada, sabe que no hay solución, aquel mono accede a su cerebro en segundos y arranca un pequeño trozo que se come entre risoteos y miradas de complicidad con el resto de sus congéneres y ella, cae al suelo sacando las manos del los bolsillos.

Una luz infinitamente más bella que la que engalana la ciudad ilumina su palma derecha. Cierra la mano  escondiendo la llave encendida que guarda en ella. Pese a todo, sonríe mientras respira un último aliento de vida. Aquel mono, aquellos monos, jamás la encontraran...

Abre los ojos, la vieja colcha rosa de la cama le recuerda que se ha quedado dormida. No tiene miedo, solo una sensación desagradable ensucia el ánimo. Pasa la mano por su cabeza bañada en sudor. La luz del amanecer  se refleja en la ventana del viejo hotel. Fuera le espera la ciudad.


Autor. Matilde Párraga. Todos los derechos reservados.